Las estaciones del viaje
El viaje y la constante partida
no son nuevos para nosotros. A éste le continúa el camino, el punto de llegada ―que no siempre es el destino, pues
por esencia es transitorio― el regreso y,
tras el silencioso paso de la estadía, nuevamente el recuerdo del viaje, del
camino, del punto de llegada y del regreso; para partir de nuevo. «El expreso
del mediodía ―nos aclara el
poeta― aquel
atiborrado de pañuelos y risas, salta sobre sus rieles marchitos».
Por ello tal vez el único punto
desde el cual se observa el viaje, es el de la reflexión y del instante: «Esto
(...) es apenas un vestigio, es, tan sólo, un charco que dibuja una famélica
línea en la brisa salobre...» Y allí, entre rieles van quedando los días y sus
proyecciones, «un amasijo de temor y pesares» desperdigados sobre los
durmientes junto a los abandonados utensilios del hombre. Pero del trayecto
mismo apenas nos sucederá la memoria de aquel y, por condena, deberemos repetir
el camino, reiniciarlo una y otra vez pues, tal como nos señala la imagen del
poeta, no somos sino locomotoras atadas a la tornamesa.
La única detención, entonces,
será la definitiva: los restos del calendario, el desguace anunciado, la
despedida más fiera. Es cuanto Patricio Flores nos dice y anuncia en Estaciones
de La Cruz, la primera sección de este volumen que continúa la línea
trazada desde los inicios de su escritura. Estaciones mundanas, extiende este
trazado, deteniéndose ahora en los puntos del trayecto. El viaje terrenal y
solariego prolongado en la silueta del mar, pura aventura y trascendencia
porque ―como ya se ha
dicho― navegar es
necesario «para cambiar los pasajes, las ternuras, como un náufrago sin tabla
de salvación, ahogado en su propio miedo».
Uno y otro sol se sumará en la
vía; y la reunión de todos ellos será nuestro viaje. La imagen ―esa de la poesía del ojo― habrá de reconstruirse con la
visión (en la galería de tal recuerdo) de un puente cegado por la luz, del sol
sobre los techos, del resplandor del amanecer o del viento de septiembre que,
siempre a la distancia, tremola dentro del pecho.
No habrá otro destino sino el
destino mismo escrito ya de antemano para el viajero. Y de aquel será el olvido
la estación definitiva. Cada momento de lo recorrido se sustentará apenas en
ese instante dormido en viejas fotografías, en la transparencia de un negativo ―por cierto inasible y desolado― o en el eco de una palabra o de un
rostro alguna vez amado, ahora detenido en ese álbum «donde no hay ningún
registro de tus pasos».
El viaje es ético. No se trata
de llegar, sino de recorrerlo en su particular perfección.
Juan Cameron
Octubre de 2012